22 de junio de 2015

Presencia de Grecia

… ῾Ελλὰς ἅπασα μετέωρος ἦν
Tucídides

We are all Greeks
Percy Bysshe Shelley

De la fotografía: Acrópolis de Atenas, © Pedro Olalla.
Las noticias que nos llegan de Grecia estos días nos acercan al inquietante ‘fin de partida’ que describió Beckett. De esa metáfora de nuestro tiempo —en la que se refracta el tropo del ‘fin de la historia’ de Hegel— no se desprende el sentido del fin, sino más bien el fin del sentido. O quizá, la interminable repetición del momento antes del fin. Las páginas del espléndido libro de Pedro Olalla, Grecia en el aire, son un buen refugio para escapar de ese bucle irrespirable. “Toda Grecia estaba en el aire”, escribió Tucídides a propósito de la guerra del Peloponeso. Y hoy esa frase resuena con toda la vibración de su ambivalencia: Grecia está en vilo, viviendo con zozobra en el instante del peligro. “Pero Grecia, como herencia, como desafío y como voluntad, está sobre todo en el aire, repartida, ingrávida, como una patria del espíritu”.

Tras los pasos de Pedro Olalla, recorremos Atenas desde la colina de las Ninfas hasta la plaza Syntagma. Pero el nuestro no es un trayecto turístico, de esos donde la vista solo roza la superficie de las cosas. Gracias al saber de nuestro guía, aprendemos a ver cómo, por las grietas de esa ciudad aparentemente blanca, “asoman desgarrados los logros del pasado y los desasosiegos del presente”, cómo de esa tierra adusta todavía saltan las esquirlas de una memoria detonada. Pero, sobre todo, cómo emergen las huellas que dejó un ideal cuyo nombre ha sido muchas veces usurpado pero que jamás ha sido verdaderamente recobrado, y por eso hoy sigue siendo revolucionario: la democracia.

Ir en busca de los vestigios de la democracia, de “los carbones de aquella antigua hoguera” que ardió entre las rocas de Pnyx y que hoy se resiste a extinguirse, es una tarea que nos reclama. Pero no porque seamos ya todos griegos, como exclamó Shelley —pues en el fondo “somos más ciudadanos romanos que griegos, y las democracias que ha habido hasta hoy en día descienden mucho más de la sangre del republicanismo romano que de aquel denodado proyecto ateniense”—, sino porque sentimos el urgente deseo de serlo. La patria de nuestro espíritu no puede ser solo una herencia, por encima de todo tiene que ser una conquista.

Lo que no tardamos en descubrir es que, desde su origen, la comunidad democrática no se construyó como un ‘nosotros’ frente a los otros, sino como un ‘todos’ frente a ellos. Frente a aquellos que trataran de torcer la ley y las voluntades para su solo beneficio. Solo ahí, en Atenas, se alcanzó algo parecido a la identidad entre el pueblo y el estado. Solo ahí llegó la soberanía a ser ese ‘poder indefinido’ del que hablaba Aristóteles. Y solo ahí, por ende, el poder “debió de ser un flujo itinerante —casi como el calor— que recorría la ciudad, se arrastraba bajo la sombra de los árboles, se arremolinaba en los pórticos del Ágora y se colaba por los patios de los talleres y las casas”.

Una narrativa políticamente correcta nos ha contado siempre que nuestras democracias son superiores a la que alumbró el siglo de Pericles, toda vez que aquella se asentó en la esclavitud y en la exclusión de las mujeres. Esta lectura, sin ser del todo falsa, a menudo ha impedido que meditemos en profundidad sobre el calado del ideal ático, sobre su fondo moral, su persecución de la igualdad y el valor axial que concedió a la dignidad humana. La ‘presencia’ de Grecia nos es necesaria. Olalla nos brinda la posibilidad de comprenderlo. Ahora, cuando un expolio concertado está arruinando el país donde nació la democracia, y además pretende hacer culpable al pueblo de su tragedia, la advertencia de Benjamin está más vigente que nunca: ni siquiera el pasado está a salvo del enemigo si este vence. 

¿Qué ha de suceder para que todo cambie? ¿Cuánto hemos de perder aún y cuántos han de morir todavía? Si alguna lección cabe extraer de esta ‘crisis’, es que estamos llamados a reconquistar la política, o lo que es lo mismo, nuestra historia. Porque, como nos enseñó el romántico Edgar Quinet, solo los pueblos libres tienen historia. Los otros no tienen más que crónicas. 

El verdadero reto de nuestro tiempo está ahí.