28 de febrero de 2013

Las solidaridades misteriosas


Claire Methuen trabaja de traductora en Versalles. Domina más de quince idiomas. Cuando vuelve a Dinard, a la Bretaña francesa donde pasó su infancia, tiene cuarenta y siete años. En el mercado se encuentra con su antigua profesora de piano, la señora Ladon, que le ofrece quedarse en su casa unos días. Claire acepta, posterga el regreso, y no tarda en sentir la necesidad de reconocer todo lo que vivió en ese lugar. De recuperar todo lo que allí descubrió del mundo. Dedica largas horas a caminar por las calles, la escalinata, los senderos, a observar las fachadas, los jardines, los taludes, para recobrar las granjas, los recodos, los arroyos. Y todos los nombres. Hasta que, al cabo, en el fondo de su memoria un relámpago ilumina el accidente primigenio de su vida.

La señora Ladon le propone instalarse en una granja que posee en la alameda. Claire accede. Acondiciona el espacio y se traslada. Para siempre. Cuando una mañana entra en la farmacia, él la reconoce, pero aparta la mirada. En el mostrador, su mano, que sostiene una receta, tiembla. Ella se da la vuelta y sale bruscamente, porque de repente le tiembla el cuerpo entero. Simon es un antiguo compañero de clase. Es también un antiguo amor, an old flame. Está casado y tiene un hijo, pero los dos se reencuentran, se esconden, se besan, se aman, en playas recónditas, a horas furtivas, entre los álamos, tras las rocas del acantilado. Durante un tiempo.

La granja que habita Claire sufre un incendio. Ella se resiente, se desespera. Pide ayuda a su hermano Paul. Él trabaja en el negocio de la venta de cereales, casi siempre desde casa. Viaja a Dinard. No lo hacía desde pequeño. Jamás ha tenido demasiado apego por el lugar. Se educó en un internado y apenas conserva ahí lazos familiares, salvo ahora su hermana. Reconstruye la casa, la amplía, la hace más cómoda, y se instala con ella. Paul conoce a Jean, el párroco de la zona. Se gustan. Jean, de vez en cuando, duerme también en la granja. Él es quien, más adelante, describirá el sentimiento que reinaba entre los hermanos.

“No era amor. Tampoco era una especie de perdón automático. Era una solidaridad misteriosa. Era un vínculo sin origen, en la medida de que ningún motivo concreto, ningún acontecimiento, en ningún momento, lo había decidido así”. Porque a veces los hermanos se quieren más que los enamorados. “Desde luego, son más constantes y más fiables que si les animase el deseo. Además, la riqueza de sus recuerdos es muy superior a la que puedan tener los amantes. Además, el hermano o la hermana conoce lo más viejo, lo más pueril, lo más torpe, lo más ridículo, lo más extravagante, lo más bajo del otro. Han asistido a las pasiones más intensas, que son las primeras, porque las heridas más vivas son las que no se pueden prever porque se ignora que existan, esas frente a las cuales uno no tiene nada para defenderse, las más irreconocibles, las que surgen en la línea fronteriza del origen”.

El tiempo pasa y Claire hace arder el pasado en sí mismo, “como hacen las estrellas, que también son, sencillamente, el pasado en llamas”. Se aprende el lugar de memoria, par cœur, y con sus paseos diarios de doce horas su presencia casi se incrusta en el lugar mismo y se confunde con él. Está en todas partes, en una paz sublime, en armonía con las rocas, con la escalinata que sólo ella usa, con los rincones y los escondites desde donde vigila los nidos, las madrigueras, las barcas, las lanchas en el mar. Camina, y al hacerlo, “traza algo en el lugar, abre algo en el tiempo”. Se inscribe en lo que Wordsworth llamó un ‘espacio de tiempo’.

Se dice: “Pasaré por aquí. Pasaré por allá. Pensaré en este sitio. Pensaré en aquél. Poseeré un poco de la belleza de allá”. Se dice: “Todas las cosas vivas son recuerdos. Todos somos recuerdos vivos de cosas que fueron bellas. La vida es el recuerdo más conmovedor del tiempo que ha producido este mundo”.

Pascal Quignard: Las solidaridades misteriosas, trad. Ignacio Vidal-Folch, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012.