9 de noviembre de 2017

Una semana en Nueva York: primera parte

Richard Estes, “Subway Entrance, Columbus Circle”, © 2015.

Para mí, Nueva York no es una ciudad en blanco y negro, sino con los colores cálidos, el acusado contraste y el ligero tostado de un septiembre estival. No son tonos que se dejen fijar siempre en las fotografías, pero impregnan el trasfondo de la retina. Y, aunque todavía late el recuerdo de George Gershwin o Duke Ellington, su cadencia me evocó sonidos como Dirty Boulevard de Lou Reed, Lonely Boy de los Black Keys, New York, New York de Ryan Adams o Hungry Heart de Bruce Springsteen. Nueva York se mueve a ritmo de rock y de blues, quizá incluso de hip-hop.

Antes de aterrizar, todos conocemos un sinfín de imágenes que la ciudad produce, desprende, proyecta o refracta. En la Nueva York que sabe captar Richard Estes, interior y exterior, transparencia y reflejo, espectador y espectáculo se confunden. Tal vez no alcancemos a ver la nada tornasolar sobre las cosas e irisar el mundo, como escribió Sartre, pero una vez allí nos será difícil no recordar escenas y escenarios de series televisivas y de grandes películas de Coppola, Polanski y Lumet, de Allen y Scorsese.

El viaje, sin embargo, no se cumple al encontrarnos con los muros erigidos en iconos o las perspectivas capturadas en postales. El reconocimiento es reconfortante, pero infecundo. El turismo también puede ser una forma de insensibilidad. Solo cuando nos dejamos mover a su compás, la ciudad va haciéndose palpable, densa, incluso pegadiza, revelándonos sus texturas y distinguiéndose de nuestros prejuicios. Solo entonces, cuando el destino no está contenido en el origen, el viaje se convierte en experiencia.

Richard Estes, “Corner Café”, © 2014.


Para tomarle el pulso a la ciudad, elegí la arquitectura y la gastronomía, una afición sobre la que hasta ahora nunca he escrito. Me parece frívolo relatar ciertos deleites e imposible transmitir tales sensaciones. Sin embargo, he aprendido que en una comida no solo importan las viandas, sino sobre todo la compañía y el momento. No en vano un compañero es, literalmente, con quien compartimos el pan. Este itinerario es una invitación a disfrutar de eso.

La semana que pasé en Nueva York con mi familia empezó un miércoles por la tarde, después de aposentarnos en el centenario Washington Square Hotel. Todo un acierto. La plaza que da nombre al hospedaje es una de las más animadas y apacibles de la ciudad. El paseo nos condujo hasta las plazas Union y Madison. Ahí, en la intersección entre la Quinta Avenida y Broadway, está uno de los edificios más curiosos de Nueva York: el triangular Flatiron. De vuelta, pasamos por Baohaus, a la sazón cerrado por reformas, y recalamos en Momofuku Noodle Bar, donde probamos los buns de gamba con mayonesa picante y el intenso ramen con panceta y paleta de cerdo y huevo pochado, cuyo caldo se cuece durante más de doce horas. Una estupenda manera de empezar a comerse el mundo.

Tras desayunar tostadas, muffins, bagels, fruta, zumo y café americano en el hotel, el jueves por la mañana navegamos hasta Governors Island, una antigua base militar transformada en un parque con hermosas vistas de Manhattan, Brooklyn y la estatua de la Libertad. Fue un auténtico placer sentarnos a contemplarlas tranquilamente en la terraza de Island Oyster entre ostras y chardonnay. De nuevo en tierra firme, comimos pastel de pollo y fish & chips en The Dead Rabbit, un precioso pub irlandés que la lista The World’s 50 Best Bars coronó como el mejor del año en 2016. No dejé escapar el estimulante cóctel hair trigger, con whiskey de centeno, brandy de manzana, miel, amargo de chipotle y aceite de limón, y me despedí con un sorbo de su soberbio café irlandés. Es una dirección imprescindible, situada en una de las últimas manzanas del siglo dieciocho aún en pie, junto al histórico restaurante y museo Fraunces Tavern, que frecuentaron George Washington y los Hijos de la Libertad. Entre estos edificios y los colindantes, altísimos bloques de vidrio y metal, existe un poderoso contraste. Una tensión que también se aprecia entre el Potter Building, de ladrillo, y el rascacielos de Frank Gehry que se levanta tras él. El contraste: he ahí una de las claves para descifrar Nueva York.

Un momento para meditar fue el que pasamos ante el National September 11 Memorial. A la sombra del One World Trade Center, el vacío dejado por las Torres Gemelas lo ocupan ahora dos enormes estanques de nueve metros de profundidad desde cuyos bordes una cascada cae hacia el abismo. La obra, conmovedora, es de Michel Arad y Peter Walker y se conoce como “Ausencia reflejada”. Delante de ella, recordé la fuente hundida con la que Horst Hoheisel rescató la fuente de Aschrott, destruida por los nazis en Kassel. En ambas, la ausencia convoca la presencia de una herida.

Richard Estes, “Bus with Reflection of the Flatiron Building”, © 1966-7.


Descansamos tras el recorrido por el bajo Manhattan. Al anochecer, enfilamos hacia el Empire State Building para atisbar desde su mirador la silueta nocturna de la isla. El barrio que visitamos por la mañana nos devolvía la mirada y, a nuestros pies, se insinuaba todo lo que aún teníamos por descubrir. Antes de ir a dormir, cansados, entramos en el mercado italiano Eataly: en La Pizza & La Pasta compartí una rica pizza blanca con mozzarella de búfala, crema de trufa blanca, salchicha dulce y grana padano. Entretanto, intercambiamos impresiones sobre el primer día completo.

El viernes nos encontramos con nuestra amiga Anna. Siguiendo su consejo, nos dirigimos hacia la entrada norte de la High Line, una antigua vía de la New York Central Railroad convertida en una pasarela ajardinada. Entre los barrios de Hell’s Kitchen y Chelsea descubrimos una inmensa zona en construcción, toda una sorpresa en un lugar tan abarrotado. Reparamos en el bloque de apartamentos diseñado por Zaha Hadid y llegamos por la vía a las puertas de la nueva sede del Whitney Museum, obra de Renzo Piano. En el Meatpacking District buscamos el Gansevoort Market, empequeñecido tras su mudanza, y comimos en el Chelsea Market. Elegimos Los Mariscos, una jovial taquería mexicana y marinera hermana de Los Tacos No.1. Los tacos, especialmente el de gamba enchilada, el cóctel de gambas y el cebiche variado de gambas, ostras, almejas, vieiras y pulpo estaban riquísimos. Las aguas frescas y las cervezas Pacífico contrarrestaron el picante.

Descendimos por Greenwich Village e hicimos un alto en la encantadora cafetería y vinoteca Buvette, donde me sirvieron el mejor café con leche y hielo que he tomado. Al salir, resistimos la tentación de saquear Murray’s Cheese, una nutrida tienda de quesos. Estábamos a dos pasos del hotel, donde esperamos hasta el anochecer para cruzar el puente de Brooklyn desde allí hasta Manhattan. Un crepúsculo morado escoltó nuestros pasos. Un taxi nos llevó hasta la esquina de Tompkins Square Park mientras en mi cabeza sonaban las notas de la canción de Mumford & Sons. Entramos en Crif Dogs atraídos por su Jon-Jon Deragon, un hot dog con queso crema, cebolleta y semillas de everything bagel. Probamos suerte en el speakeasy Please Don’t Tell, pero estaba lleno hasta la bandera. No se lo digan a nadie. No era tarde, pero el sábado iba a ser un día largo. Primero tomaríamos el MoMA.

Richard Estes, “Staten Island Ferry with a Distant View of Manhattan and New Jersey”, © 2011.